La anterior semana se reestrenó en cines argentinos la primera entrega cinematográfica de una de las sagas más famosas del mundo: Harry Potter y la piedra filosofal. Compré las entradas con semanas de anticipación, a sabiendas que era un evento que no me podía perder. Fui a verla en la época de su estreno original, allá por el año 2001. Era una niña, y recuerdo a la perfección la salida al cine con mamá, papá y mi hermano. Recuerdo el “balde” de pochoclos, que en realidad era una caja de cartón adornada como si fuera un castillo con imágenes de la película, y que regalaban dos cartas del juego de cartas coleccionables al estilo de Magic. Recuerdo la magia de verla por primera vez en una pantalla inmensa, y las quejas posteriores a la película acerca de las cosas que no me gustaron o que faltaron en la adaptación (si, densa desde la cuna). Así que, para mi, ir al cine en su reestreno no era una opción: era una necesidad.
Mi primer encuentro con Harry también sucedió en una salida familiar, en el año 1999. Estábamos en un hipermercado cuando mi mamá vio los libros, recordó que había escuchado que eran buenos, que eran un furor, y decidió comprar uno para mi hermano y para mi. No teníamos idea del orden que llevaban, así que el primer libro que leímos de la saga terminó siendo el segundo, Harry Potter y la cámara secreta. De todas maneras, fue la piedra fundamental que nos convirtió en adictos. El libro desfiló por los cuatro pares de manos disponibles en mi casa, y lo mismo sucedió con el primero y el tercero, y con todos los que le siguieron.
Cuando me mudé de ciudad, una de las pocas cosas que tenía eran los libros de Harry. Me sirvieron de apoyo durante la adaptación, y cuando sentía que no encajaba siempre podía volver a casa y refugiarme en ellos. Cuando salió la película ese mismo año, mis compañeras solían relacionar a Harry de manera directa conmigo. Logré enviciar a un par de compañeras, sumergiéndolas en este mundo. Cuando los cambios atravesaban en mi familia, Harry siempre fue una constante. Era mi hogar en otra ciudad que aún no reconocía como mía, era algo que me daba ilusión y me mantenía ahorrando todo el tiempo, en preparativas para comprar el próximo libro. Cuando leí Harry Potter y la Órden del Fénix encontré palabras de consuelo que no buscaba pero necesitaba, encontré nuevas formas de identificarme con una historia que ya había hecho mía. Tiempo después, cuando cerré la tapa de Harry Potter y las reliquias de la muerte sentí que me despedí de una parte importante de mi vida, y recuerdo haber pasado de mano el libro inundada en lágrimas. El octavo libro, Harry Potter y el legado maldito, a pesar de que entiendo el parecer de muchos acerca de porque no lo sienten parte de la saga, para mi fue como volver a mi hogar después de muchos años. Me dio una sensación de paz y tranquilidad, emocionándome agradecida por esa pequeña ventana al “fueron felices y comieron perdices” de los cuentos de hadas que normalmente nos es negada.
Este es un relato, pero Harry Potter es global, y hay miles más. Es una historia que nos pertenece a millones de personas, que trasciende la transfobia de la autora, que fue y es refugio de muchos niños y jóvenes, algunos de ellos ya adultos. Harry Potter es magia pura, y no precisamente dentro de la historia, sino también fuera de ella, acompañando a miles de infancias y adolescencias en un mundo en constante cambio que muchas veces parece no estar diseñado para uno. Las palabras de McGonagall: “No habrá nadie en nuestro mundo que no conozca su nombre” trascienden por completo el papel y tiñen la realidad. Todos conocen su nombre, y muchísimos encontramos en los libros un lugar seguro para refugiarse de una realidad que no nos hacía sentir bienvenidos.
Volviendo al comienzo: el viernes pasado volví a ver en pantalla grande la película después de 20 años. Con otra gente, porque gran parte de mis acompañantes originales ya no están conmigo, pero con esos mismos ojos infantiles dispuestos al asombro, con la misma ilusión, capaz de repetir la gran mayoría de las frases de la película de memoria. Mis ojos se humedecieron con frecuencia, el reestreno fue una experiencia especial. Si bien hoy en día la película está al alcance de cualquiera con tan solo un clic, el cine es una experiencia que suma magia y mística, con la sala oscura, el audio que parece envolverte, la pantalla que ocupa casi la totalidad del campo visual.
La otra noche volví a ser una niña, volví a sumergirme en su historia y dejarme invadir por la magia. Les recomiendo que, si pueden, repitan la experiencia. Todos necesitamos un poco de magia en nuestra vida.